Cabe la posibilidad de que el negativo de esta fotografía se corresponda con el registro invasivo de una ceremonia ancestral. Por tanto, no es un obelisco el que miramos, sino una piedra de quince por diez pies excediendo el horizonte. Un bloque de granito tallado por el sol. Yace en mitad del paisaje como para protestar: no nos moverán. En plural. Sin fantasmas, sin quemaduras, sin sombras. Los primeros en advertir sus dimensiones son los microorganismos en torno a la piedra que se dejan ver sin que puedan mirarse hacia adentro. Lagartijas repudiando el plástico. Antílopes llevando en sus hocicos cuerdas de embalar. Buitres sobrevolando algún animal en proceso de descomposición gracias al esmero de las hormigas. La luna que se aleja en sentido opuesto a la oscuridad masiva y los insectos.
Cada mañana, la piedra registra huellas de pájaros, cangrejos y coyotes. A veces aparecen las marcas reversibles de ríos lejanos, como vetas que revelan su antigüedad y todo lo que se dejó atrás: sube la cadera, mete la barriga, no hables para poder cruzar. En el negativo de la imagen, la piedra parece un fetiche cuya singularidad es incapaz de obligarnos a mirarla de otro modo. Que los hombres la carguen a trocha abierta y la coloquen a la mitad no subrayaría ningún cambio de paradigma. Vista a lo lejos, la piedra puede ser :solo en apariencia: un monolito derivado de la extracción, una modalidad jurídica, un ejercicio de gobernanza. Pero un sarcófago, como la muerte, siempre contiene la latencia de lo vivo. Y la fragilidad del sistema siempre está sostenida por la fuerza del sistema.
Es entonces cuando percibimos que la piedra ha sido arrancada de otra vida que no ha llegado aún pero que vuelve. Liberado el ojo, la piedra, por la imparidad de sus limos, relata lo que tardó millones de años en sedimentarse para adquirir esas formas. Hay que contar los pasos, saber su posición relativa, acercarse a ella, cavar un hueco en el lugar exacto y dejarse enterrar, como lo dice el rito.
Primero es la voz como una forma de reorientación, cuando el cuerpo se mueve sin mapa, empujando la carne hacia abajo. La voz nunca es presente sino resonancia libre de costuras: nunca lo que entra por el oído tiene origen nítido o contornos estables. Menos develar que seguir el rastro hacia la inminente mutación ambiental. No es pararnos en la punta de la piedra para ver las montañas de un país y las colinas holográficas en el otro, una prueba de la línea divisoria y su fragilidad discursiva, no. Ni las criaturas mullidas por los químicos para las cuales la fantasía de la frontera no es opción. Tampoco las relaciones asimétricas que determinan la exclusión histórica de la piedra misma (la piedra no está en busca de trabajo).
Es sentir en el empeine el leve movimiento del subsuelo, los ritmos retoñantes que se anteponen a la velocidad del capital a punto de invocar la depredación. Procede luego tocar su línea interminable, catar su sabor húmedo, oler las flores de sus bordes, amar su casa oscura donde buscamos refugio. Hundir la mano en la hoguera de la roca y tocar sus huesos que soportan lo mismo que la noche soporta las máquinas de matar. Después, dejar que la piedra amarre nuestras lenguas para untarnos otro idioma. Desarrollar el deseo pero nunca el método. Asegurar que la imagen reflejada en su granito muestre el mismo rostro del día anterior y de todos los días anteriores a éste. Tirar al cielo la ira del duelo, los sufrimientos que nos rompen, para que la piedra caiga al rumor del río, una manera de suturar la herida, de limpiarlo de las aguas residuales. Toca entonces, finalmente, escuchar a la piedra, sus esquinas remotas cuya capacidad de desvío narrarán la larga letanía de su peregrinaje.
by bruce ludd y nadie nada / saúl hernández-vargas
sí, pero, ¿qué es esta imagen? ¿qué captura esta imagen, en blanco y negro, tomada por un fotógrafo anónimo que vivió y trabajó en los últimos años del siglo XIX? ¿qué nos dice aquel paisaje habitado por plantas flacas y testarudas, similares a las crecen entre tijuana y san ysidro? ¿qué nos dicen, si nos dice algo, esa yerba, ese mezquite, ese cadillo?
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sí, pero esta imagen, además, captura el momento justo en que ocurre algo. Ago, en efecto: justo en el centro, una carretilla de madera carga un obelisco de concreto, manipulado por tres hombres que visten de camisas claras y sombreros de copa. robusto como ellos, el monumento está sostenido por unas poleas ancladas a la tierra seca y por las cuerdas de tres hombres que visten de forma parecida: pantalón, camisa, sombrero alto. y mientras tanto, a su alrededor, otros cinco, dispersos en el espacio, pero atentos como testigos, completan la escena. ninguno de ellos intenta relacionarse con quien los mira ni mucho menos con quien registra ese momento preciso. y quizás por ello es evidente que allí, en ese momento preciso, visto desde ahora, ocurre algo: no nos referimos a la suspensión fotográfica, ni a la teatralidad del gesto y de la pose. no nos referimos tampoco a la importancia que tuvo en el siglo XIX ni a inicios del siglo XX la fotografía como acontecimiento, casi siempre como privilegio y prerrogativa de las clases altas y de las instituciones del estado encargadas de vigilar, clasificando y reduciendo, maniatando primero con la mirada. lo que ocurre en esa fotografía es el por-venir: una fisura y una grieta
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sí, comúnmente es así, comúnmente esa imagen es vista así: como una imagen del pasado, que certifica la producción material de la línea fronteriza. entendida como testigo, esa imagen hace visible el momento justo en que cinco hombres colocaban el obelisco para decir: aquí termina un territorio y empieza otro. y sí eso es cierto, ellos fueron los encargados de hacer visible una línea fronteriza que, hasta ese momento, sólo existía en el papel, sólo había sido imaginada por políticos, militares, agrimensores e ingenieros en documentos como el tratado de guadalupe, que concluyó la guerra entre méxico y los estados unidos (1846 y 1848). esta fotografía, dice la mirada dominante, testifica el momento en que un grupo de agentes del estado colocan un obelisco para decir: aquí termina un territorio y empieza otro
pero para nosotros, en esta fotografía no es claro si quienes están allí, rodeados por ese paisaje seco, por yerba, por ese mezquite y ese cadillo, están colocando o retirando el obelisco que, unido a muchos otros, alguna vez fue fin y principio del estado-nación, de sus leyes, de sus sueños y de sus relatos fundacionales. para nosotros esta fotografía es una imagen del por-venir, una imagen liminal en donde no es claro si los hombres que están allí, trabajando unos con otros, anónimos por culpa de los años y por la falta de contexto, están colocando el monumento o, si por el contrario, lo están retirando, extendiendo el horizonte, liberándolo.
¿y qué se libera con el horizonte? desde nuestro punto de vista, la narrativa que emergió durante la posguerra acerca de los estados nacionales como entidades que para existir necesitaban bordes y murallas. ni murallas.
y si el historiador del arte georges didi-huberman está en lo cierto, y la imaginación es “nuestra comuna”, “nuestra primera facultad de sublevación”, esta imagen del siglo XIX es, como decimos, una fisura o una grieta en la que aparece y se ilumina otra frontera posible: estados nacionales no amurallados ni fortificados y, mejor aún, otras formaciones sociales y políticas que no estén fundadas en la predilección del siglo XIX por ese tipo de formaciones expansivas y voraces, monstruosas, como leviatanes.