Un teatro elegante, que podría ser el Odeón de París con sus butacas rojas, o podría ser el teatro Municipal de Santiago, o cualquier otro teatro que encarne un valor cultural, ese valor cultural que el teatro fue ganando durante tantos años.
Una función acaba de terminar. La gente sale y comenta, algunos aún aplauden, otros se ponen sus abrigos y sus guantes… La sala está iluminada y el escenario vacío.
De a poco y muy lentamente, comienza una música incidental que evoca todas las tristezas. Al fondo del escenario aparece una mujer abatida, de edad indefinida como las grandes actrices, cuerpo ágil y delgado, rostro marcado por grandes arrugas de expresión. Es tanta la luz de su presencia que el movimiento del público se detiene y algunos van volviendo a sus asientos. Algunos van sacándose guantes y sombreros. Vuelve el silencio.
La mujer avanza lentamente en diagonal. A su paso, el escenario se va iluminando. Está vestida con retazos de muchas ropas, lleva pantalones y sobre estos, faldas; trapos más que vestidos, guiñapos, pedazos de tela que arrastra mientras camina.
La mujer avanza con la cabeza baja y mirando de reojo como si huyera de la luz en un gesto de timidez o rencor, un mirar huraño y resentido, una forma muda del desprecio.
Se detiene, toma su lugar y respira. Vengo, dice con voz clara y definitiva, vengo desde otros tiempos a presentar la causa de mi gente. Trae, dice, los lamentos de Clitemnestra muerta por los brazos de su propio hijo. Carga, dice, los gritos de Casandra y sus palabras incomprendidas. Lleva en el corazón la inocencia de Ifigenia y el amor por su padre. Conoce, dice, el dolor de la agonía de Yocasta, la pasión de Antígona, la indiferencia de Ismene. Escucha el lamento de las vencidas, reconoce las palabras de la derrota.
Arrastra, dice, el silencio de Ofelia, la locura de lady Macbeth y su horrible arrepentimiento. Escucha, dice, las terribles palabras que desataron los conflictos.
La mujer respira. Separa las piernas, toma aire. Continúa con sus quejas, invocando la vida de las grandes del teatro.
Renuncia, dice, vengo a presentar mi renuncia. Y ríe. Renuncio, dice con voz de trueno, renuncio a la escena de todos los conflictos. Dejo en este momento y para siempre este escenario del dolor, de la muerte y de la agonía. Dejo los personajes que aquellos diseñaron para mí. Dejo el sufrimiento que la ley del padre me ha infringido y con una rabia sagrada construyo mi soberanía.
Se instala el silencio que antecede las grandes catástrofes y luego se escucha un trueno como mandado por el mismo Zeus. Algunos se asustan y ríen nerviosos. La lámpara de lágrimas tintinea y pierde equilibrio.
Es el fin, dice ella. Es el fin del teatro de las pasiones y ahora empieza la poesía.
Una enorme puerta de metal se abre al fondo del escenario. Es la puerta que se usa para entrar las grandes escenografías.
Se acabó, dice ella. Se acabó el orgullo y el amor propio. Se acabó la acción trenzada de objetivos. Se acabó el equilibrio precario entre las fuerzas. Se acabó la negociación y la derrota.
El viento se levanta y entra en remolino hacia la sala. Se enreda entre las ropas de la mujer y la hacen trastabillar. Algunas ropas ceden y la mujer queda más ligera. Ella ríe al girar impulsada por el viento.
Ahora voy a vivir, dice. Voy a vivir y respirar cada día y cada noche, sin prisa y sin nada que hacer más que sentir el sol o la lluvia en mi rostro tranquilo.
Este será mi teatro: observar las partículas de polvo que se levantan cuando un rayo de sol ilumina el pequeño sillón donde estoy sentada.
An elegant theatre, which could be the Odeón in Paris with its red seats, or the Municipal Theater in Santiago (Chile), or whichever other theatre embodies cultural value, that cultural value that the theatre has been accumulating for so many years.
A performance has just ended. The people exit and discuss, some still applaud, others put on their coats and gloves. The theatre is lit and the stage is bare.
Slowly, bit by bit, incidental music starts that evokes all sorts of sadness. Upstage a despondent woman appears, of indeterminate age like the grand actresses, trim and agile body, face marked by deep, expressive wrinkles. Her presence is so strong that the audience stops moving and some return to their seats. Some start taking off their gloves and hats. Silence falls again.
The woman advances slowly on a diagonal. With each step, the stage illuminates. She is dressed in many pieces of clothing: she wears pants with skirts on top–rags more than dresses, remnants, pieces of fabric that drag as she walks.
The woman advances with bowed head, looking out of the corner of her eye as if she were fleeing the light in a gesture. perhaps of timidity, perhaps of rancor, a sullen and resentful look, a speechless form of disdain.
She stops, takes her place and breathes. I come, she says with a clear and definitive voice, I come from another time to present the cause of my people. I bring, she says, Clytemnestra’s laments, killed at the hands of her own son. I carry, she says, Cassandra’s screams and her incomprehensible words. In my heart, I carry Iphigenia’s innocence and her love for her father. I know, she says, Jocasta’s painful agony, Antigone’s passion, Ismene’s indifference. I listen to the lament of the vanquished, I recognize the words of defeat.
I drag along Ophelia’s silence, Lady Macbeth’s madness and her horrible repentance. I listen, she says, to terrible words that unleash conflict.
The woman breathes. She separates her legs, takes in air. She continues with her complaints, invoking the great women of theatre.
I renounce, she says, I come to present my renunciation. And she laughs. I renounce, she says with a thunderous voice, I renounce the scene of all conflicts. At this moment and forever, I leave this stage of pain, death, and agony. I leave the characters that those ones designed for me. I leave the oppression of patriarchy and with a sacred rage, I construct my sovereignty.
A silence falls like those that precede great catastrophes, then thunder is heard as if sent from Zeus himself. Some are scared and laugh nervously. The chandelier tinkles as it shakes.
It is the end, she says. It is the end of the theatre of passion and now begins the poetry.
And enormous metal door opens upstage. It is the door used to load in large scenery.
It is over, she says. Pride and self-love are over. Action woven through with objectives is over. Precarious equilibrium between forces is over. Negotiation and defeat are over.
A breeze picks up and then a whirlwind enters the room. It gets tangled up in the woman’s clothes and makes her stumble. Some clothes fall off and the woman is left much lighter. She laughs as the wind impulsively twirls her around.
Now I am going to live, she says. I am going to live and breathe each day and each night, without hurry and without anything to do, nothing apart from feeling the sun and rain on my tranquil face.
This will be my theatre: to observe the particles of dust that arise when a ray of sunlight falls upon the small armchair where I sit.